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La bolsa de plástico

Estamos viviendo un momento irreal. Todo parecía tan “Hollywoodiense”, estaba ahí, a poco más de un cuarto de hora en coche. Todo empezó a ser terriblemente cercano.

Las distancias se redujeron día a día. De repente, una mañana recibimos una llamada telefónica: nuestro primer caso de Covid19. Sin embargo, incluso en ese momento, el peligro parecía aún lejano.

A partir de ese momento, comenzó el delirio. Todo fue tan rápido, el teléfono comenzó a sonar las 24 horas del día. Un recuento inmediato de equipamientos, de féretros también, pero… ¿Cuánto va a durar esto? Darse cuenta de que el virus golpea en tu puerta, que toca por todas partes.

Dar la bienvenida a las familias o ir a casa arriesgando porque están en cuarentena. La dignidad de la gente se ha puesto a prueba. Incrédulo, resignado con la cabeza hacia abajo susurrando que su ser querido murió de este virus maldito. Cada uno con dolor propio con su propia incredulidad tanto como para pedirnos una fotografía de su familiar.

Una llamada telefónica les alertó, una llamada telefónica, con voz cansada de los que hicieron todo para tratar a ese paciente que no logró sobrevivir, pero consciente de que se es un profesional y ese comunicado puede parecer frío para aquellos que lo reciben.

Una fotografía, por favor, sabemos que no podemos hacer nuestro trabajo, es decir, el tanatopractor o tanatoesteta, solamente podemos poner una fotografía para intentar sanar el dolor de los familiares.

Luego llegamos a una morgue, todos somos iguales, trabajadores de la salud o funerario, máscaras, gafas, somos irreconocibles, los vemos cansados, agotados por esa llamada anunciando otro fallecido. Ya no tienen camillas.

Luego llegamos a una morgue, todos somos iguales, trabajadores de la salud o funerario, máscaras, gafas, somos irreconocibles, los vemos cansados, agotados por esa llamada anunciando otro fallecido. Ya no tienen camillas.

Bolsas. Vienes abriendo el ataúd, te ayudan a enferetrar a los difuntos y esperan que te vayas con el ataúd tan pronto como sea posible, pero los ataúdes se acumulan, las iglesias como salas mortuorias 20/40 ataúdes alineados y en la esquina el párroco con su rosario.

 

 

Finalmente llega el día del entierro, las familias en cuarentena no están y los que siguen al cementerio ni siquiera pueden darse de la mano, ni siquiera un abrazo. Y aquí está el momento difícil para mí cuando hay que comunicar que tienes las pertenencias personales de su fallecido guardadas en una bolsa, bolsas rojas o negras con un nombre en una etiqueta.

Bolsas que contenían pertenencias personales, registros médicos del fallecido, con cinta negra, una, diez, cincuenta bolsas cada vez más pesada, más y más.

Llevamos todas las bolsas al almacén para devolvérselas a las familias. Algunas llegan de inmediato, otras un poco más tarde. Allí sigue sin recogerse la primera bolsa en llegar al almacén, una bolsa roja, un rojo pesado, que está aquí durante 20 días. Todos los días, cuando abro el almacén, espero que ya no está ahí. En cambio, ahí sigue.

Recibimos ataúdes continuamente, siento como tanatopractor que no has cumplido con tu deber. Sabes que no es tu culpa, pero después de un mes, estoy hablando contigo, con un saco, cada día tu peso y carga emocional aumenta. Finalmente, ha llegado el día en el que ya no estás, no puedo hablar contigo y no puedo esconder una lágrima recordándote, una lágrima que es símbolo de la impotencia, del hecho de que nadie toma en consideración nuestra experiencia, nuestro conocimiento que en Italia no cuentan, porque eres un simple trabajador y no tienes derechos.

Entonces la tragedia se convierte en pandemia, los cuerpos se acumulan, los riesgos crecen y el sistema se quiebra. Decretos, ordenanzas, llamadas a la ley que entrelazan, y que cambian en pocas horas.

Pero sabes lo que tienes que hacer. Entonces se dan cuenta de ti, te preguntan lo que pones en el ataúd, ¿Por qué haces eso? «Porque no puedo darle la dignidad correcta al menos que se marche con dignidad.»

Los funerarios todavía tenemos él olor de los que ya no están allí, de los cadáveres envueltos en sábanas y dejados solos en todos los sentidos. A mí todavía no se me ha desprendido el olor. Al menos esa bolsa ya no tiene peso, se convirtió en una compañera en el viaje de regreso al almacén, desinfectada y perfumada para volver a la casa de la que partió.

 

 

Fuente: Texto del compañero funerario Marco Caraffini

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